Aparentemente, el cultivo de la tradición clásica en el territorio colonial de lo que hoy es Venezuela no tuvo un comienzo tan vigoroso y brillante como el que la historia registra en las grandes capitales virreinales de América, como México, Lima o Bogotá, verdaderos centros de la cultura hispánica en este continente. Sin embargo, recientes estudios revelan la existencia de un movimiento insospechado, motorizado por un interés de la aristocracia mantuana colonial por el cultivo de las artes y de la literatura, sin el cual no puede explicarse la eclosión intelectual que precedió a los movimientos revolucionarios que desembocaron en la Independencia de Hispanoamérica. Idelfonso Leal, en su Libros y bibliotecas en Venezuela Colonial. 1633-1767 (Caracas, 1979), enumera los títulos que por estos años eran de especial predilección para estos primeros colonos en Venezuela. Allí, después de las hagiografías y los libros litúrgicos, se mencionan autores como Virgilio, Ovidio, Terencio, Tito Livio, Tácito y Séneca. No faltan tampoco las obras de Tomás, Agustín y muchas veces hasta Aristóteles en su original griego; pero, sobre todo, están el Arte y el Vocabulario (diccionario) de Nebrija, herramientas fundamentales para todo el que quisiera iniciarse en el estudio de la lengua del Lacio. Es de esperar que con el paso de los años, y sobre todo a raíz del auge económico experimentado en el siglo XVIII, debido en Venezuela al incremento de la producción del café y del cacao, la lista de la aduana de Sevilla creciera en extensión y variedad. Estos título deberán sumarse a la cantidad de libros y documentos prohibidos por las autoridades imperiales que sin embargo ingresaban junto al comercio ilegal sostenido con las Antillas inglesas y francesas. Sorprende empero que junto al Abate Raynal, Rousseau o Montesquieu, cuyos títulos conseguían fácilmente burlar el rígido control de las aduanas, continúen figurando Horacio, Suetonio, Marcial, Homero, César u Homero en las listas de las bibliotecas coloniales, y aún en los testamentos familiares, como preciosas herencias.
Es también de esperar que la aristocracia mantuana no se siguiera conformando con asistir a Santo Domingo, Bogotá o Lima para poder optar a un grado de doctor. Ya desde el siglo XVI se habían venido fundando diversas cátedras de latinidad a lo largo de todo el territorio. En 1576 fue fundada la primera de éstas en la ciudad de Trujillo, y en 1629 se fundó el Colegio de San Francisco Javier de Mérida, regentado por jesuitas, el cual puede ser considerado como el primer gran colegio venezolano. Allí impartieron clases reconocidos latinistas criollos, peninsulares e italianos durante 139 años ininterrumpidos, hasta la expulsión de la Compañía de Jesús en 1767. Solamente en una década, de 1772 a 1782, durante el obispado de Mariano Martí, se fundaron nueve de estas cátedras en La Guaira, Maracaibo, Carora, Trujillo, Guanare, Calabozo, Villa de Cura, Villa de San Carlos y Valencia. Poco después, en 1785, dieciocho años después de la clausura del Colegio de San Francisco Javier de Mérida, el obispo Fray Juan Ramos de Lora fundó el Seminario de San Buenaventura, precedente inmediato de lo que hoy es la Universidad de Los Andes. En sus Actas de Constitución, el Obispo Lora dispone que haya “un maestro cuyo oficio ha de ser enseñar la Lengua Latina a los jóvenes (...) y promoviendo con la mayor aplicación y esmero el aprovechamiento de sus discípulos”1. Cuatro años más tarde, en marzo de 1789, el rey concedió el título de Real Seminario a la Casa de Estudios emeritense, por lo que se estableció, ya formalmente, una Cátedra de Latín que tenía como texto fundamental el Arte de Nebrija. En 1795 la Cátedra se dividió en Menores (gramática) y Mayores y Elocuencia, siguiendo la tradición que desde Donato se mantuvo hasta comienzos del presente siglo. Aún hoy es posible acceder a la Sección de Libros Antiguos de la Biblioteca Central “Tulio Febres Cordero” y observar, no sin emoción, los viejos ejemplares de Ovidio, Horacio o Plinio, anotados y subrayados por aquellos primeros latinistas venezolanos.2
Es de suponer que también hayan existido estudios de latinidad en Caracas desde fechas muy anteriores. De hecho, ya en tiempos del historiador Oviedo y Baños existían en la ciudad tres conventos3, regentados por dominicos, franciscanos y mercedarios. Las crónicas nos refieren acerca de las frecuentes disputas que al parecer solían protagonizar dominicos y franciscanos, quienes respectivamente se tenían por auténticos intérpretes de la doctrina tomista4. Por ello, no es de extrañar que ello haya sido un importante precedente para el desarrollo de un clima propicio para la discusión y la confrontación de ideas, el cual dominó los años precedentes a la Emancipación. Lo que sí está claro es que los caraqueños se aficionaron de tal modo a estos estudios, que en 1752 siete notables de la ciudad solicitaron formalmente a Madrid el establecimiento de una fundación de la Compañía de Jesús, debido a la saturación de los centros ya existentes. Este suceso no deja de ser llamativo, habida cuenta de que, para la época, Caracas no cuenta con más de mil habitantes blancos, que son los que tenían derecho al estudio.
Es atendiendo estas aficiones y correspondiente demanda de plazas que ya desde 1696 se había fundado el Real Seminario de Santa Rosa, el cual constaba de una Cátedra de Gramática o Menores y otra de Retórica o Mayores. Veintinueve años más tarde, sesenta antes que el Seminario de Mérida, se instaló oficialmente la Real y Pontificia Universidad de Caracas, en cuyo anexo siguió funcionando el Seminario, y consta que para comienzos del siglo XIX ambas instituciones compartían la enseñanza del latín en la ciudad.5
No cabe duda de que la Universidad de Caracas fue el gran centro que motorizó, desde su fundación, los estudios filológicos y filosóficos, y por ende el cultivo del latín y del griego en el país. Valiosos docentes impartieron allí sus lecciones, de modo que no es posible comprender la cultura de los ideólogos y protagonistas de la Emancipación sudamericana sin conocer la huella profunda de la Universidad caraqueña. Efectivamente, sorprende constatar la profunda influencia de la historia, la filosofía y la literatura grecolatinas en la formación humanística de los ideólogos de la Emancipación, quienes continuamente recurren a la tradición clásica, no sólo en sus discursos y proclamas, sino incluso en sus propias cartas personales o hasta proyectos constitucionales6.
Uno de estos docentes caraqueños fue Antonio José Suárez de Urbina, cuyo Cursus Philosophicus7 se conserva como muestra de la lucha que ya a mediados del siglo XVIII se libraba en el mundo hispánico entre el último escolasticismo aristotélico y tomista y los precursores del nuevo pensamiento empirista y cartesiano. Acorde con la tradición, los cursos dictados durante el trienio (lógica, física y metafísica) eran también copiados y comentados en latín. Similares cursos se conservan en manuscritos, y demuestran el alto grado de desarrollo de la lengua latina alcanzado en la Universidad de Caracas como vehículo del conocimiento, antes de las reformas surgidas a raíz de las Guerras de Independencia.
Un gran provecho sacaremos si entendemos la Emancipación hispanoamericana como el último enfrentamiento entre el viejo orden, imperial y clasicista, y el nuevo, republicano y romántico, que no por librado en el Nuevo Mundo deja de tener su origen en la misma Europa. Esta lucha, como se ve, se libró por igual en los campos de batalla y en los libros de filosofía y poesía8. En este sentido, es de suponer que con el triunfo del nuevo pensamiento y el desplome del antiguo régimen fue mucho lo que tuvo que perder el cultivo del latín y de los estudios clásicos. Sin embargo, para los patriotas vencedores no era posible desprenderse radicalmente de tres siglos de herencia clásica, pues los estudios clásicos constituyeron la raíz misma de la cultura imperial. Así puede entenderse el hecho de que Andrés Bello, el humanista venezolano, hubiera sido autor de una Gramática Latina, un Manual de Derecho Romano y una Historia de la Literatura Latina9. Bello, gran admirador e imitador de Virgilio y de Horacio, propugnaba una poética original para Hispanoamérica, que no rompiera, sin embargo, con sus raíces clásicas e hispánicas. De igual modo, cuando Bolívar, durante su última visita a Caracas en 1827, se dispone a reformar la Universidad con la ayuda del sabio José María Vargas, alteró algunas de las disposiciones más rígidas acerca del uso del latín, pero jamás se planteó eliminar su uso.10
1 Chalbaud Cardona, E. Historia de la Universidad de Los Andes. Mérida, 1966.
2 v. Millares Carlo, A. Libros del siglo XVI. Biblioteca “Tulio Febres Cordero”. Mérida, 1978.
3 Historia de la Conquista y Población de la Provincia de Venezuela. Caracas, 1992.
4 Muñoz, A (Ed.). Axiomata caracensia. Introducción. Maracaibo, 1994.
5 vid. Leal, I. Historia de la U.C.V. Caracas, 1981; Tejera, ma. Josefina. El movimiento regresivo del latín como lengua del saber en Venezuela. en: “Praesentia. Revista Venezolana de Estudios Clásicos”, Nº 1, Mérida, julio 1996.
6 Hay copiosa bibliografía que recoge y estudia los escritos de la Emancipación venezolana, así como su relación con la herencia clásica. De modo general, citamos el exhaustivo trabajo de Mario Briceño Perozo, Reminiscencias griegas y latinas en las obras del Libertador (Caracas, 1992), así como García Bacca, J. D., Los clásicos griegos de Miranda (Caracas, 1967), Navarrete Orta. Literatura e ideas en la historia hispanoamericana, Pino Iturrieta, E. La mentalidad venezolana de la Emancipación (Caracas, 1991. Para los documentos de la Independencia, vid. Simón Bolívar, Doctrina del Libertador (Caracas, 1976) y Escritos fundamentales (Caracas, 1983), así como José L. Romero y Luis A. Romero (Eds.) Pensamiento Político de la Emancipación (Caracas, 1977).
7 Cursus Philosophicus Antonii Jphi. Suaretii de Vrbina. Logica. Muñoz, Velázquez y Liuzzo (Eds.) Maracaibo, 1995.
8 Para las relaciones entre poética y política en la Independencia venezolana vid. Cussen, A. Bello and Bolívar. Poetry and Politics in the Spanish Revolution, Cambridge, 1992. (Trad. esp. Caracas, 1995).
9 La bibliografía acerca de los estudios bellistas es muy extensa. Citamos por su interés en este respecto el clásico estudio de Rafael Caldera. Andrés Bello (Caracas, 1935) así como el artículo de Leal, I. Andrés Bello y la Universidad de Caracas, en: Nuevas crónicas de Historia de Venezuela (Caracas, 1985), igualmente los estudios de Scocozza, A. Filosofía, política y derecho en Andrés Bello (Caracas, 1989) y el ya citado de Cussen op. cit. Las Obras Completas de Bello fueron reimpresas recientemente por la Casa de Bello (Caracas, 1988).
10 La comunicación entre los condiscípulos en otra lengua que no fuera el latín, aún en los pasillos de la Universidad, era severamente penada, por ejemplo. vid. Tejera, op. cit. y Leal (1981).
11 vid. Parra León, C. Filosofía Universitaria Venezolana (Caracas, 1989) y Henríquez Ureña, P. Historia de la cultura en la América Hispana (México, 1994).
12 Pino Iturrieta, E. Las ideas de los primeros venezolanos. Caracas, 1992.
13 Muy celebrada ha sido su traducción del poema de Lucrecio, objeto de reiterada atención por parte de Ángel Cappelletti en su edición del mismo (Caracas, 1982). Lisandro Alvarado representa, en opinión del filósofo argentino, la más importante figura de la filología clásica venezolana de la segunda mitad del s. XIX. vid. Cappelletti, Á. El positivismo en Venezuela (Caracas, 1995).
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